En el útero del cuerpo de un árbol se mece a un bebe lobo, que
hace mucho tiempo se perdió. Es un niño que aúlla a la luna y que no conoce de
sociedades, no conoce de marcas en los tarros de leche, no conoce de cajas
brillantes, sólo conoce la luz que ilumina todos los días su rostro al amanecer.
No existen cuevas en aquel lugar, sólo un árbol que posee la forma, la cual acoge
a los seres de corazón brillante que en el viven. Un día, una tribu de genes telepáticos,
amamantaron la curiosidad del niño. Le otorgaron cristales que resplandecían a
la luz del fuego, un báculo de poder y sabiduría en la lectura del viento.
Pronto ya sería un joven, mamá loba espanta a los excachorros con la más honda
pena que jamás conocerán ustedes. Sale a buscar en subconsciencia al rastro de
aquellos seres morenos, cuando encuentra bolsas de cuero con escrituras
bordadas, recipientes de plástico con dentro agua, trozos de metal pulidos
perfectamente, un monstruo gigante que
con circulares rodantes podía moverse. Ese día nunca más se leyó al viento en
aquel lugar, ni se dieron golpecitos al árbol, el fuego cesó y los cuarzos
quedaron esparcidos en el ropaje de un hombre blanco. Sin embargo, el viento en
su sabio viaje infinito, nos cuenta que en la lejanía esperaron a un ser salvaje
para domesticarlo, en base a las reglas y estatutos del ser humano adaptado. Pasaron
los años y el adulto semi lobo volvió a su vernáculo de bellezas absolutas, se
ocultó en las sombras, en petición a su estruendoso corazón de fenómeno ermitaño,
después de ser un heraclito moderno que jamás se adaptó, conoció al verdadero
amor en el fondo de las raíces, a donde toda la vida el calor de la corteza lo
refugió.
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